España
llora.
Ante
ella se alzan nubarrones negros que auguran una fuerte tormenta, de relámpagos
y mucha lluvia, una tormenta que asusta, de la que quiere esconderse entre los
edredones de la cama, pero no puede. Y esa lluvia no va a caer de forma
uniforme.
Madrid
llora.
En sus
calles se desarrollan peleas, se derrama sangre y se alzan gritos contra el
Congreso de los diputados mientras policías confusos y apabullados por la
multitud golpean a diestro y siniestro. Se desalojan movimientos pacíficos para
limpiar las calles, que son ensuciadas de mentiras; y se vallan accesos
públicos para impedir que vuelvan a “ensuciar”.
Cataluña
llora.
Su
nacionalismo característico está siendo aprovechado por políticos que solo
buscan su beneficio en este movimiento independentista. Y parece que sus
ciudadanos, cegados por las expectativas de la independencia por la que han
luchado tantos años, no vean este engaño.
Canarias
llora.
La
muerte ha asolado sus aguas y tierras ante el miedo de un ciudadano al desahucio. La muerte era más fácil y menos dolorosa.
La muerte era una desconocida más cercana que la vida incierta que le deparaba
su futuro. España también llora por esto. Llora por la incertidumbre de cuántos
más seguirán a este hombre acabado.
Las
casas vacías lloran.
En ellas había luz, personas, vidas, historias y momentos.
Ahora ya solo hay silencio y oscuridad.
Las
empresas cerradas no lloran porque ya no hay nadie que pueda llorarlas. Y las
que perviven, lo hacen a puerta cerrada, para no dejar ver sus debilidades ante
la competencia extranjera.
Los
institutos lloran ante sus aulas vacías, por sus alumnos detenidos porque defendieron sus
derechos y por sus profesores despedidos sin miramientos. Lloran por aquellos
que no podrán pagarse la universidad y aquellos que sufrirán la degradación del
sistema educativo. Lloran por los valores que se pierden y los que se perderán.
Los
Pirineos españoles lloran.
Los aeropuertos lloran.
Las estaciones de tren y los
puertos, también lloran.
Ante ellos desfilan miles de españoles jóvenes con
paso lento, cargados con sus pertenencias y de miedo, esperanza y dolor. Se
marchan en busca de un futuro mejor y no tan incierto como el que les espera
aquí. Se marchan lejos de su familia con lágrimas que no quieren dejar salir.
Mientras
tanto, Alemania ríe. Alemania, que nos ha dicho cómo vivir y qué hacer, se ríe
de nosotros. Para ella somos como aquel hermano menor al que se le toma el pelo
solo para divertirse con su inocencia. Para ella somos unos peces en el agua a
los que es entretenido sacar del agua para ver cómo se retuerce en un vano
intento de seguir respirando. Su risa es sarcástica y cruel. Su risa va
acompañada de una mirada por encima del hombro, sabiendo que tiene a quienes
nos gobiernan a sus pies. Pero Alemania mantiene la compostura y nos da
palmaditas de ánimo en la espalda, sin que sepamos que no puede parar de reír
en su interior.
Y mientras
tanto, los políticos, sus trajes y sus iPhone recorren pasillos enmoquetados que
huelen a rosas, riendo de chistes malos y lamentándose de que hoy tienen que
pasar el fin de semana con la familia de su pareja o de que su equipo de fútbol
ha perdido. Ellos, felices en su burbuja, no conocen qué es eso de crisis y su
máxima preocupación es aprenderse bien aquel guión en el que fingen ser
conscientes de por qué llora España.
Lo que no saben es que el llanto de España
se está convirtiendo en ira.
Siento haber tenido el blog abandonado un mes. Lo cierto es que he sufrido un bloqueo del que no he sabido salir hasta ahora y lo he hecho con este texto, el cual ni yo misma esperaba escribir. Es la primera vez que escribo algo así, relacionado con este tema, por lo que agradecería que no me lo tuvieseis en cuenta, aunque aceptaré con mucho gusto cualquier corrección que queráis hacerme.
Feliz viernes.
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