Imaginad
por un momento que pudierais alejaros de vuestra vida cotidiana, de todos los problemas
que os rodean, del apabullante mundo de la rutina. Si se os presenta la
oportunidad de hacerlo, no lo rechacéis, abrazadlo, estrujarlo y exprimirlo
hasta que llegue su final, porque será todo un privilegio el que hayáis podido
disfrutar de algo así.
Lo
cierto es que a mí se me ha concedido, por segunda vez, ese privilegio. No, no hablo de cuando nos sumergimos en un
libro hasta el punto de olvidarnos del mundo real, no hablo de sentir lo que
sienten los personajes, no hablo de cuando en el cine te olvidas de que estás
viendo una película y no ves más allá de la pantalla gigante.
No, no
hablo de eso. Hablo de algo más real. Hablo de una vida completamente distinta
a la que llevas, que vives en primera persona, aquella que notas en la punta de
tus dedos, la que llena tus pulmones y hace que bombee tu corazón. Es aquella
de la que formas parte, aquella que por unos instantes, momentos o días, es tu
vida al completo.
Yo he
conocido ese privilegio. Ese privilegio lo tengo en un lugar un poco lejos de
mi hogar. Aunque lo cierto es que, durante una semana, yo no sé llamar a otro
sitio hogar que el lugar donde estoy.
Razo.
Mi pequeño paraíso. Es difícil de explicar. Fui el año pasado y estuve una
semana, igual que este año. Estas dos semanas no tienen conexión con el resto
de mi pequeño mundo, con el resto de mi vida, pero sí entre ellas, de manera
que forman una conexión a través del tiempo, haciendo que durante unos días
olvide que ha pasado un año de mi anterior visita, como si entre medio solo
hubiera un fin de semana, como cuando asistes a clase. De manera que, fuera de este paraíso, para mí
no existe nada más. Así, es sencillo comprender que sea completamente feliz.
Por unos días, vivo ajena a absolutamente todo y el esfuerzo que realizo es
solo para mí, mis horas son mías y todo lo que hago no es algo que me sienta
obligada a hacer. Respiro con
tranquilidad.
Así, es
fácil comprender que durante esta semana haya sido muy feliz. Así que también es fácil comprender mi
tristeza al marcharme.
“Se
acabó”. Dos palabras. Simples. Sinceras. Y por desgracia, terriblemente
dolorosas. Jamás unas palabras tan sencillas me habían dolido tanto. No suelo
llorar en las despedidas. No suelo llorar de pena, suelo llorar de emoción, de
risa o de rabia. Pero la sencillez de aquellas palabras me pudo. La realidad me
golpeó, y lo que mis amigas de allí habían vaticinado momentos antes sobre ellas
mismas, se hizo en mí. Una lágrima resbaló por mi mejilla, que sequé
rápidamente. Pero no aguanté demasiado, debo admitir. En cuanto acabó aquel
vídeo que resumía nuestro paso por allí, las lágrimas se arremolinaron
alrededor de mis ojos, y cayeron una tras otra, haciendo que mis ojos brillaran
y que en ellos se vieran reflejados los ojos, también en lágrimas, de aquellas
amigas que había hecho en esas dos semanas. Aquellas amigas que viven
terriblemente lejos.
Supongo
que es algo difícil de comprender todo esto sin que os explique qué es lo que
he vivido exactamente. Lo cierto es que es difícil de explicar. No puedo explicar la sensación de sentir que
estás viendo un atardecer perfecto, no puedo explicar la sensación de
balancearte sobre las olas, de ver el mar en calma, de sentir la fuerza de una
ola bajo tus pies. No puedo explicar las horas de alegría tan simple y llana
como pasar unas horas en un porche al sol, con buena música y una agradable
conversación. No puedo explicar la tranquilidad de dormir en una hamaca sin que
te moleste un solo ruido. No puedo explicar los nervios del primer día ni la
emoción de la primera noche. No puedo explicar el deseo de querer pasar una
vida entera allí.
No
puedo explicarlo porque jamás sería fiel a la verdad, porque el simple hecho de
intentarlo me viene muy grande, y al intentarlo, las palabras se desvanecen, ninguna
me parece suficiente ni buena para poder explicároslo. Creo que solo quien haya
vivido esta sensación puede entenderme.
Así,
digo adiós a Razo. Digo adiós a sus atardeceres, a su playa y a su gente. Le
digo adiós al trocito de corazón que me dejo allí por segunda vez, que no ha
querido volver conmigo. No me dejo nada más que eso, y no me llevo nada de
allí, solo buenos recuerdos en forma de fotos o de sentimientos en el corazón.
No me hace falta llevarme nada de allí, porque el día que lo haga será porque
no tendré seguro el hecho de que el año que viene volveré. Y lo siento, pero el
hecho de pensar que a lo mejor no pueda volver es algo que por ahora no puedo
permitirme.
Debo admitir que esta entrada es solo para mí, y por eso supongo que no me importa cómo esté escrita, si es repetitiva o si nadie la entiende. Necesitaba escribirla, eso es todo. Escribirla y publicarla, porque si la dejo enterrada entre tantos otros escritos me hubiera parecido que intento ocultar lo que sentí, y no, para nada, este tipo de sentimiento es demasiado bonito y especial para mí como para ocultarlo. No se lo merece.
Cuando pienso en ello, mis ojos se empequeñecen, una sonrisa dulce aparece en mi boca y siento una calidez muy parecida a la que el sol del final del día deja sobre tu piel. Para mí, eso es un recuerdo bonito.
"Todavía hueles a verano."
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