martes, 3 de julio de 2012

A perseguir el viento.


Imaginad por un momento que pudierais alejaros de vuestra vida cotidiana, de todos los problemas que os rodean, del apabullante mundo de la rutina. Si se os presenta la oportunidad de hacerlo, no lo rechacéis, abrazadlo, estrujarlo y exprimirlo hasta que llegue su final, porque será todo un privilegio el que hayáis podido disfrutar de algo así.

Lo cierto es que a mí se me ha concedido, por segunda vez, ese privilegio.  No, no hablo de cuando nos sumergimos en un libro hasta el punto de olvidarnos del mundo real, no hablo de sentir lo que sienten los personajes, no hablo de cuando en el cine te olvidas de que estás viendo una película y no ves más allá de la pantalla gigante.

No, no hablo de eso. Hablo de algo más real. Hablo de una vida completamente distinta a la que llevas, que vives en primera persona, aquella que notas en la punta de tus dedos, la que llena tus pulmones y hace que bombee tu corazón. Es aquella de la que formas parte, aquella que por unos instantes, momentos o días, es tu vida al completo.

Yo he conocido ese privilegio. Ese privilegio lo tengo en un lugar un poco lejos de mi hogar. Aunque lo cierto es que, durante una semana, yo no sé llamar a otro sitio hogar que el lugar donde estoy.

Razo. Mi pequeño paraíso. Es difícil de explicar. Fui el año pasado y estuve una semana, igual que este año. Estas dos semanas no tienen conexión con el resto de mi pequeño mundo, con el resto de mi vida, pero sí entre ellas, de manera que forman una conexión a través del tiempo, haciendo que durante unos días olvide que ha pasado un año de mi anterior visita, como si entre medio solo hubiera un fin de semana, como cuando asistes a clase.  De manera que, fuera de este paraíso, para mí no existe nada más. Así, es sencillo comprender que sea completamente feliz. Por unos días, vivo ajena a absolutamente todo y el esfuerzo que realizo es solo para mí, mis horas son mías y todo lo que hago no es algo que me sienta obligada a hacer.  Respiro con tranquilidad.

Así, es fácil comprender que durante esta semana haya sido muy feliz.  Así que también es fácil comprender mi tristeza al marcharme.

“Se acabó”. Dos palabras. Simples. Sinceras. Y por desgracia, terriblemente dolorosas. Jamás unas palabras tan sencillas me habían dolido tanto. No suelo llorar en las despedidas. No suelo llorar de pena, suelo llorar de emoción, de risa o de rabia. Pero la sencillez de aquellas palabras me pudo. La realidad me golpeó, y lo que mis amigas de allí habían vaticinado momentos antes sobre ellas mismas, se hizo en mí. Una lágrima resbaló por mi mejilla, que sequé rápidamente. Pero no aguanté demasiado, debo admitir. En cuanto acabó aquel vídeo que resumía nuestro paso por allí, las lágrimas se arremolinaron alrededor de mis ojos, y cayeron una tras otra, haciendo que mis ojos brillaran y que en ellos se vieran reflejados los ojos, también en lágrimas, de aquellas amigas que había hecho en esas dos semanas. Aquellas amigas que viven terriblemente lejos.

Supongo que es algo difícil de comprender todo esto sin que os explique qué es lo que he vivido exactamente. Lo cierto es que es difícil de explicar.  No puedo explicar la sensación de sentir que estás viendo un atardecer perfecto, no puedo explicar la sensación de balancearte sobre las olas, de ver el mar en calma, de sentir la fuerza de una ola bajo tus pies. No puedo explicar las horas de alegría tan simple y llana como pasar unas horas en un porche al sol, con buena música y una agradable conversación. No puedo explicar la tranquilidad de dormir en una hamaca sin que te moleste un solo ruido. No puedo explicar los nervios del primer día ni la emoción de la primera noche. No puedo explicar el deseo de querer pasar una vida entera allí.

No puedo explicarlo porque jamás sería fiel a la verdad, porque el simple hecho de intentarlo me viene muy grande, y al intentarlo, las palabras se desvanecen, ninguna me parece suficiente ni buena para poder explicároslo. Creo que solo quien haya vivido esta sensación puede entenderme.

Así, digo adiós a Razo. Digo adiós a sus atardeceres, a su playa y a su gente. Le digo adiós al trocito de corazón que me dejo allí por segunda vez, que no ha querido volver conmigo. No me dejo nada más que eso, y no me llevo nada de allí, solo buenos recuerdos en forma de fotos o de sentimientos en el corazón. No me hace falta llevarme nada de allí, porque el día que lo haga será porque no tendré seguro el hecho de que el año que viene volveré. Y lo siento, pero el hecho de pensar que a lo mejor no pueda volver es algo que por ahora no puedo permitirme.

Debo admitir que esta entrada es solo para mí, y por eso supongo que no me importa cómo esté escrita, si es repetitiva o si nadie la entiende. Necesitaba escribirla, eso es todo. Escribirla y publicarla, porque si la dejo enterrada entre tantos otros escritos me hubiera parecido que intento ocultar lo que sentí, y no, para nada, este tipo de sentimiento es demasiado bonito y especial para mí como para ocultarlo. No se lo merece.





 Cuando pienso en ello, mis ojos se empequeñecen, una sonrisa dulce aparece en mi boca y siento una calidez muy parecida a la que el sol del final del día deja sobre tu piel. Para mí, eso es un recuerdo bonito.


"Todavía hueles a verano."

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